Ya nada es como antes. Los hombres de color han puesto nuestro mundo patas arriba. Nos vemos obligados a expresarnos en su lengua, carente de ritmo y armonía. Escribimos utilizando retahílas de símbolos inexpresivos. Nuestros niños son educados en sus incivilizadas costumbres, o simplemente son deseducados de nuestra civilización milenaria. Nos postramos ante su dios, distante y casi siempre despiadado con los que menos tienen. Incluso tenemos que hacer el amor en la única postura que estos salvajes nos han impuesto.
Las nuevas generaciones ya han olvidado, si alguna vez llegaron a conocer, cómo era la vida antes de la invasión. Creen que son historias de viejos seniles; ni siquiera se respeta ya a los ancianos. Los vencedores, como siempre, han transformado la historia y la han moldeado, o simplemente recreado, según su propio interés. Los villanos, no los que vivíamos en las villas desgraciadamente, han sido transformados en héroes; a los que sí vivíamos en pacíficas villas y aldeas, las crónicas nos han convertido en fieros y desalmados guerreros frente a los supuestos embajadores de una nueva era.
Todo comenzó muchos años atrás. Los bárbaros, por desgracia no sólo en el sentido latino de la palabra, se iban acercando cada vez más. Recuerdo como todo el pueblo se había reunido en el campo de deportes (originalmente destinado a jugar a la pelota), muy cerca del templo de la verdadera divinidad. Por supuesto, todos pertenecíamos a la misma raza, la única conocida. Nuestros ánimos se encontraban más que caldeados; nuestras ánimas se encontraban inquietas, conscientes del poco tiempo que les quedaba para abandonar nuestros cuerpos.
Los mensajeros habían informado puntualmente del avance de los invasores. Gracias a sus bestias cuadrúpedas, los bestias bípedos eran capaces de cubrir grandes cantidades de terreno diariamente. El terreno no era lo único que cubrían, de ello no se libraba ninguna mujer que se encontrara a una legua a la redonda; sin olvidar que para los salvajes el concepto “mujer” se inicia desde los tres años para estos menesteres. Los campesinos habían intentado detenerlos frente a sus tropelías, pero poco podían hacer contra su poderoso arsenal de armas desconocidas para nosotros y sus jaurías de canes endemoniados.
La asamblea pronto se dividió en dos bandos: los que propugnaban la defensa armada y los que se decantaban por agasajar a los salvajes y comprar la paz…o por lo menos alquilarla durante un tiempo. Las discusiones se prolongaron hasta altas horas de la madrugada, sin que ninguna decisión fuera tomada. Se calculaba que a los invasores todavía les quedaban unos diez días de marcha para llegar a la ciudad; con suerte dos o tres más, bueno, sin suerte, ya que esto dependía de cuánto tiempo se entretuvieran en violar y rapiñar. Así que, sin urgencias todavía, se acordó celebrar una nueva reunión en los próximos días.
Con lo que no contábamos era con sus malas artes de brujería. Algunos de los mensajeros llegaron mortalmente hechizados. Su temperatura era altísima y pronto comenzaron a desarrollar pústulas por todo su cuerpo. El mal, nunca antes conocido, se extendió rápidamente entre toda la población. No había ninguna explicación a lo que nos estaba ocurriendo; todo indicaba que los bárbaros se estaban valiendo de magia negra para mermarnos, o quizá su dios les estaba haciendo un favor, cebándose con los más desfavorecidos.
El número de asistentes en la siguiente asamblea era irrisorio, aunque la situación no era para tomársela a risa ni mucho menos: los salvajes a punto de asomarse por las puertas de la ciudad, seguro que sin la debida educación para llamar primero, mientras la mayoría de la población estaba sufriendo la virulenta maldición o cuidando de los enfermos malditos. En estas condiciones, la idea de formar un ejército se antojaba simplemente ilusoria, así que se optó por formar una comisión de bienvenida.
Cuando los salvajes llegaron, se encontraron con el recibimiento de los pocos que quedaban sanos, o, al menos, no demasiado enfermos. En principio, los bárbaros se comportaron correctamente, aceptando los regalos y las viandas que les ofrecimos. Sin embargo, no tardaron mucho en mostrar su auténtica naturaleza animal comiendo como tales. Era nuestro primer contacto con gente de esta raza peluda y de color. Aparte de su carencia de modales al comer, lo que más nos llamó la atención fue el halo de pestilencia que los envolvía. No se debían de haber lavado desde que les limpiaron la sangre del parto, o quizá ni siquiera entonces. Las sirvientas tenían que hacer verdaderos esfuerzos para mantener su rictus imperturbable al acercarse a ellos, aunque no todas eran capaces de ocultar el asco que sentían.
Todo se desarrolló con cierta normalidad hasta que cayó la noche. Los bárbaros no habían parado de empinar el codo y sus carcajadas y desentonados cánticos contrastaban con el expectante silencio sepulcral que se extendía por el resto de la ciudad. Todos sabían que era cuestión de tiempo, de poco tiempo. Los nuevos inquilinos del “alquiler de paz” no tardarían mucho en romper el contrato. La chispa que encendió todo surgió de una calenturienta bragueta. Uno de los salvajes se abalanzó sobre la muchacha que le estaba sirviendo la enésima copa. Entre grandes risotadas de sus colegas, el salvaje comenzó a penetrar a la joven, a cuyo padre no le pareció tan graciosa la broma. Al bárbaro se le cumplió uno de los deseos que todo varón tiene en mente: morir fornicando.
Lo que comenzó como un único acto sexual se convirtió en una orgía… de sangre. Los salvajes, montados en sus bestias, pasaron a cuchillo a cuanto ser viviente se cruzaba a su paso; y cuando no se cruzaban, mandaban a los perros a por ellos. Los gritos de hombres, mujeres, niños y todo tipo de animales formaban un unísono lamento que helaba el aire, aunque no lo suficiente como para combatir el calor de las llamas que se iban apoderando de toda la ciudad. Nerón debía de estar retorciéndose de placer, o de envidia, allá en su noveno círculo infernal. La imagen superaba lo dantesco; combinando todos los infiernos, nada cómicos por cierto, descritos en la “Divina Comedia”. El espíritu de Dante estaría pensando en añadir este nivel superior a su averno.
La noche dio paso al crepúsculo, de un rojo carmesí como pocas veces se había visto. Dicen que el cielo era el reflejo de los ríos de sangre que todavía corrían por las calles de la ciudad. Todavía se escuchaban gemidos moribundos, mezclados con el tenue crepitar de los rescoldos. Un viento gélido se iba formando a partir de pequeños torbellinos generados espontáneamente; parecía como si las almas, etéreas y aéreas, se fueran reuniendo para realizar conjuntamente el viaje al más allá. Ocasionalmente se escuchaban los pasos de alguien corriendo, huyendo con destino a ninguna parte; su destino, junto con el de su pueblo, se había quedado enterrado bajo los escombros.
Todos pensábamos que los extranjeros se marcharían una vez que la ciudad había sido aniquilada; tal y como había sucedido con el resto de lugares por los que habían sembrado su hediondo odio. No se pueden negar sus habilidades agrícolas, ya que con una siembra de pocos meses, iban a obtener una cosecha vitalicia del mejor odio por nuestra parte.
Sin embargo, han pasado décadas y aquí siguen todavía, como garrapatas gigantes chupándonos la sangre y robándonos la vida.
Los supervivientes no éramos demasiados, pero éramos fuertes. Habíamos sobrevivido a las pústulas, al fuego, a los perros, a sus armas, a su salvajismo. Creíamos que nuestra situación no podía empeorar, pero la verdad es que todavía continuábamos hundiéndonos. Se dice que una vez que has tocado fondo, ya todo será para mejor, o, al menos, es imposible que sea peor. Desgraciadamente, el mundo de los parias no tiene fondo.
No teníamos ningún lugar adonde ir y fuimos esclavizados como salvajes por los defensores de la civilización. A los hombres nos encargaron la reconstrucción de la ciudad y el levantamiento de sus lujosos palacios, caracterizados por la pomposidad que sólo los incultos y los nuevos ricos saben apreciar. Casi no teníamos tiempo para dedicar a nuestros cultivos y la mayor parte de lo que recolectábamos iba a parar a sus pantagruélicos banquetes. Las mujeres no habían quedado mejor paradas. Las más afortunadas, por menos agraciadas, “sólo” tenían que servir a los malolientes usurpadores del poder; la gran mayoría, aparte del tradicional servicio, eran usadas, abusadas y reutilizadas sexualmente. El concepto “niños y niñas” había desaparecido y se asimilaba a “hombres y mujeres”, o mejor definido: “bestias de trabajo y esclavas sexuales”.
Nuestra mayor maldición resultó ser el material con el que fabricábamos nuestros adornos corporales. Desde el primer momento, los destellos dorados y plateados de nuestros abalorios producían un efecto hipnótico en los salvajes que les hacía perder la razón (si algo de ella les quedaba). No tardaron en acopiarse de todo el oro y plata, sin importarles tener que cortar manos o cuellos para apropiarse de pulseras o collares. Lo más curioso es que no utilizaban las joyas para adornarse, simplemente las fundían y las convertían en feos e inservibles lingotes. En cuanto se enteraron de dónde obteníamos los metales, la oferta de trabajo forzado se multiplicó exponencialmente. Nuestra riqueza se convirtió en la principal causa de nuestra pobreza.
Progresivamente, comenzaron a venir más hombres de color; muertos de hambre en su tierra que se las daban de importantes en lo poco que quedaba de “nuestra” tierra. También llegaron muchos hechiceros. Éstos estaban encargados de la educación, aunque su máxima obsesión era imponernos el culto de su dios y una simbología macabra que no tenía ningún sentido para nosotros. Con el tiempo todos hemos aceptado su religión, qué remedio, aunque ello no ha supuesto que el ahora “nuestro” dios nos trate igual que a los hombres de color. Quizá su dios, nuestro dios, necesita más tiempo para considerarnos sus hijos y dejar de ser ciudadanos de segunda, tercera o cuarta clase.
Algunos tuvimos más suerte que otros… si todavía se le puede llamar suerte a ver como tus hermanos mueren delirando cubiertos de pústulas putrefactas; tu madre es violada repetidas veces en tu presencia antes de ser degollada como un cerdo y el cuerpo de tu padre es devorado por perros rabiosos. Uno de los salvajes me adoptó y me dio la educación de “su pueblo civilizado”. Así puedo saber quiénes fueron Nerón, Dante e incluso los piadosos Reyes Católicos. Ahora soy una persona educada, culta y religiosa; pero, ni mucho menos, soy más civilizado que antes. Me he convertido en uno más de los salvajes… pero es el precio que hay pagar por combatir al enemigo desde dentro. Tarde o temprano, aunque mis cansados ojos ya no lo verán, los venceremos.
Seguro que en los futuros libros de historia de los hombres de color… blanco aparecerán como héroes los nombres de muchos salvajes: Pizarro, Hernán Cortés, Valdivia, Cabeza de Vaca, Almagro… Tampoco hay duda de que esos mismos libros olvidarán mencionar a sus más valientes soldados, los endemoniados perros, y a su más valioso capitán (capitana en este caso), la viruela.