No tengo miedo a la muerte, pero me aterroriza dejar de vivir.
Caminaba despacio, mientras sus pensamientos corrían desbocados. Una sonrisa irónica se dejaba entrever entre la sombría expresión de su rostro.
Se había levantado con esa maldita melodía de David Bowie que no podía desterrar de su mente. Apenas recordaba la letra, simplemente sus labios murmuraban el machacón estribillo entre silenciados silbidos: “five years, we´ve got five years, five years” (nos quedan cinco años). De rato en rato contenía un grito ahogado: “ojalá”.
Sólo sus pies sabían hacia donde se dirigía. Hacía tiempo que se habían librado del control del cerebro, control que él mismo nunca había conseguido tener sobre su vida. Deambulaba por las calles bulliciosas del centro de la ciudad, por parques con niños aún llenos de vida, por callejuelas de mala muerte.
El sol de justicia iba dando paso a las alargadas sombras que comenzaban a sentenciar el día. El sudor de su frente, que hoy no le había reportado ninguna ganancia, fluía por las profundas arrugas que le habían surgido durante los últimos meses de preocupaciones. Poco a poco se iba alejando de la ciudad. Sin darse cuenta, se había adentrado en un descampado flanqueado por un gran muro. Allí era, irremediablemente, adonde le habían llevado sus díscolos pies y, más que irremediablemente, adonde se dirigía su vida.
Se sentó apoyando la espalda en la pared del camposanto, sintiendo un escalofrío que le recorría la médula espinal, mezcla del frescor de la piedra y del miedo atávico al lugar. Se quedó absorto, admirando el caleidoscopio urbano que creaban los últimos rayos de sol al reflejarse en los cristales de los rascacielos.
Tras un largo día de dilataciones mentales, por fin consiguió desembarazarse de todos sus pensamientos. Había llegado la hora de la verdad, tras tantas horas de negación de la realidad. Sacó el sobre que llevaba doblado en el bolsillo trasero de sus vaqueros y se quedó observándolo fijamente:
Hospital Virgen de la Moreneta
Área de Oncología
Doctora Esperanza Buendía González
No pudo evitar esbozar una sonrisa. Según su teoría de que la vida es un juego en el que, tarde o temprano, te van a devolver las hostias que tú has dado, el nombre del hospital no era, para nada, un buen augurio. “Mecagüen la virgen santa” era su juramento más recurrente, adjudicándole el oficio más antiguo del mundo si el enojo era más intenso o incluso utilizando la forma superlativa de dicha ocupación cuando el cabreo era máximo. Así que aquí se le presentaba la oportunidad a la denigrada virgen negra de vengarse de todas las afrentas.
Aunque, puestos a jugar a agoreros y sibilas, existía cierta compensación cósmica con el nombre de la doctora. Conclusión: no quedaba más remedio que abrir el sobre.
El sol se había lanzado en picado y de su chapuzón ya sólo quedaban algunas salpicaduras en el firmamento de un color difícil de denominar para alguien del sexo masculino, entre anaranjado y carmesí. Por Levante iban tomando posiciones las avanzadillas del reino de la noche, repartiendo pequeñas dosis de miedos irracionales en los mismos lugares estratégicos en los que lo han venido haciendo desde los oscuros albores de las civilizaciones. Paradójicamente, la quietud y tranquilidad del lugar y del momento le provocaron una sensación de inquietud e intranquilidad que le erizó todo el cabello, incluso la alopécica pelusilla que ya sólo él consideraba pelo. Dio un respingo y de un salto se puso de pie. Volvió a plegar el sobre, se lo guardó en el bolsillo y se encaminó a paso ligero hacia la ciudad, huyendo de la oscuridad, huyendo de su destino.
No hay nada más absurdo que tener miedo de las cosas que no creemos, o quizá sí, no creer en las cosas de las que tenemos miedo.
Abrió el portalón decimonónico de un enérgico empellón y volvió a meterse la llave anti-cierzo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Podía sentir como todos los fantasmas de su niñez se iban congregando detrás de la puerta, generando gélidas corrientes de aire al ir acercándose por los pasillos.
Recorrió con sus manos la rugosa pared de piedra, intentando localizar el maldito interruptor. Ese interruptor que, por arte de magia negra, cada día se desplazaba un palmo en la más insospechada dirección. Dos segundos de angustiosa penumbra. Derecha. Doscientas pulsaciones por minuto. Arriba. No. Abajo. Mierda. Clic.
La bombilla de sesenta vatios justo daba para fisionar la oscuridad en pequeñas oscuridades, en cientos de inquietas e inquietantes sombras; pero al menos había servido para disolver la invisible asamblea.
La llave de la luz no sólo había iluminado el zaguán, también había reconectado su racionalidad. Como siempre, se sentía avergonzado de los miedos que le generaba su propia casa. Sentía una rabia inmensa por no poder controlar su propio cerebro, por tener que convivir con ese ser dictatorial que le imponía sus mentiras vitales a través de unos cuantos “mientos”: pensamientos, sentimientos, sufrimientos, remordimientos…
Se giró lentamente y se agachó para recoger su correo. A pesar del buzón que habían colocado en el portal, el cartero seguía prefiriendo echar las cartas a través de la gatera. Los arcanos de los acólitos de Mercurio son insondables.
“Electricidad, compre tres y pague dos, más barato no lo encontrará… Siempre lo mismo. Dirección de tráfico. Ladrones. Ayuntamiento, banco, Julia… Julia”. Se le heló el corazón. Las soldaduras de la coraza que había intentado reconstruir durante los últimos meses empezaron a resquebrajarse. Metió la carta en el bolsillo, junto a la que ya tenía, y tiró el resto a la basura, allí donde ya había tirado su vida previamente. Iba a ser difícil que le encontraran los acreedores allí adonde iba.
Se encaminó hacia las escaleras y comenzó sus ejercicios de mentalización. No era tarea fácil subir a un tercer piso, con entresuelo y principal, con unos pulmones (o lo que quedaba de ellos) que se habían chupado el alquitrán de no menos de 146.000 Ducados negros en los últimos veinte años.
Pensar, pensar, pensar… Daría mi vida por un minuto de silencioso nirvana.
Necesitó un descanso superlativo para hacer frente a los dos últimos descansillos. Dos minutos de bocanadas agonizantes, como el salmón teñido de rojo compasión que se contorsiona con la cara distorsionada por el terror de saber que acaba de realizar su último viaje. Realizó un postrero esfuerzo, entre jadeos jondos y un concierto de silbidos bronquiales. Lejanos los tiempos en los que competía con sus hermanos pequeños por ver quién llegaba el primero al portal y subía los tramos finales cantando o silbando para demostrar orgullosamente su superioridad.
Se apoyó en el pomo de la puerta y a duras penas consiguió abrirla. El tembleque de su mano se convirtió en un auténtico terremoto que hizo que se le cayera la casa encima. Una fría oleada de soledad acudió rauda a darle la maldita bienvenida. Su fiel compañera no había dudado en mudarse a la vez que él al abandonado piso de sus padres, instalándose en todos los rincones e invitando continuamente a sus primas segundas la nostalgia y la melancolía.
Entró en la casa, que no era un hogar, cerrando la puerta tras de sí; encerrándose y enterrándose en sus pensamientos. Su cerebro continuaba con su particular maratón de actividad desbocada, evocando tiempos pasados siempre mitificados y empeñándose en construir frases en Pretérito Pluscuamperfecto de Subjuntivo: “Y si hubiera…”. Su obstinada, y temporalmente obtusa, mente rechazaba cualquier deseo de abstracción, de poder tener tan sólo un minuto de paz consigo misma, aunque sólo fuera para recargarse y volver a cargar con más virulencia.
Encendió el equipo de sonido. Daba completamente igual qué tipo de música eligiera, hasta Los Lunnis se dedicaban a entonar las canciones más malintencionadas, soltando sutiles puyas que hurgaban cruelmente en las heridas de la memoria. De todas formas, era mejor el ejercicio sadomasoquista de escuchar música que el silencioso zumbido de la centrifugadora de la masa gris.
Los sueños son la sala de tortura de nuestra conciencia.
Se sentó en la butaca y cerró los ojos, buscando un minuto de descanso. Cayeron las pesadas pestañas y con el contrapeso se levantó el telón. Miles de imágenes se apresuraron a desfilar por las pantallas de sus párpados, mostrando fotogramas de una vida de comedia y melodrama. Pronto se deslizó en un estado de duermevela surrealista, en el que se mezclaban incoherentemente inolvidables recuerdos con miedos olvidados, deseos irrealizables con indeseables realidades.
Se despertó con estertores, todavía no de la muerte. Miró el reloj y se sorprendió del tiempo récord que había conseguido “dormir” esta vez: ¡cinco minutos! Se incorporó, intentando borrar de su mente las vívidas imágenes de amor y muerte que aún revoloteaban por su cabeza. Metió la mano en el bolsillo y materializó dichas imágenes en cada una de las dos cartas.
No sabía por cuál empezar. Al final tomó la carta de hospital. Se quedó hipnotizado con la mirada en blanco, más allá del infinito, mientras mordisqueaba la esquina del sobre. Todos los acontecimientos ocurridos durante los últimos treinta días irrumpieron ruidosamente en su ya remordida conciencia.
¿Por qué de pequeños nos inculcan todo tipo de miedos (a Dios, al demonio, al coco, a los fantasmas, a las enfermedades…) en vez de educarnos en la aceptación de la vida… y de la muerte?
Era una soleada y calurosa mañana del mes de julio. Parecía que el hospital seguía los preceptos de la criogenización a ultranza y se dedicaba a congelar a los pacientes en cuanto cruzaban el umbral. Los dieciocho grados del aire acondicionado, frente a los treinta y cinco del exterior, eran una buena forma de asegurarse nuevos clientes.
La conversación con la doctora había sido corta y clara. No se había andado con rodeos: “Mi experiencia me dice que no le quedan más de seis meses. Todavía tenemos que hacerle una última prueba dentro de dos semanas, para la que no tendremos los resultados hasta quince días después”.
Salió de la consulta pálido y con un cóctel, Molotov, de pensamientos en ebullición a punto de estallar. Su optimismo vital le decía que todo saldría bien. Tenía ciertos ahorros que podría utilizar para consultar a los mejores oncólogos del mundo. Además no hacía mucho que había leído el caso del Premio Nóbel Gao Xinjiang, al que le habían diagnosticado un cáncer de pulmón y se había dedicado a viajar durante sus últimos meses de vida por la China; al final le habían comunicado que se trataba de un error y escribió su mejor libro a partir de sus vivencias.
Por otro lado estaba aterrorizado. No tenía ningún temor de lo que pudiera sucederle en el momento de la muerte o de lo que le depararan los tenebrosos reinos de ultratumba. Sin embargo tenía miedo, terror, de dejar de vivir, de dejar pendientes tantas cosas que todavía le quedaban por hacer.
Había cumplido con el árbol, aunque una cabra, bastante cabrona y sin principios, lo había devorado antes de que cumpliera el año. También, a los dieciséis años había ganado el segundo premio de relato corto del instituto y lo aceptaba como libro. En cuanto al hijo, durante los tiempos de la universidad, más de una vez habían ido de empalmada del Casco Viejo al hospital a donar semen, aunque no siempre el alcohol les había permitido una segunda empalmada.
Aun así le quedaban miles de planes, de proyectos, de pequeños y grandes objetivos por cumplir. Pero por encima de todo, podía sentir en su propio corazón encogido el dolor que iba a dejar tras de sí: sus padres, sus hermanos, sus sobrinos, sus pocos pero buenos amigos… y, quizá, Julia.
Deshazte de los negativos de tu pasado. Guarda los originales a todo color.
El blanco infinito volvió a sus mundanas dimensiones originales, a los ocho metros cuadrados de tabique estucado que tenía enfrente de sí. Su alma volvió a colarse entre las rejas de su cárcel de carne y huesos. Cada vez le costaba más volver de sus agotadores viajes astrales al pasado.
Dejó el sobre encima de la mesita y se dirigió hacia la cocina. Abrió el frigorífico que, para variar, estaba a rebosar; aunque sólo hubiera cerveza. Se le presentó una nueva disyuntiva en su vida: Ámbar o la cerveza alemana de nombre impronunciable de cuarenta y cinco céntimos. Por una vez decidió hacer caso a la publicidad: “A mí siempre me daban dos”.
Volvió al sillón con el par de cervezas, el Ámbar ya mediada con el primer trago. Esta vez su mirada se quedó fijada en la negrura del televisor apagado. La pantalla mostraba el negativo fotográfico de su realidad. La habitación completa se veía reflejada en el improvisado espejo, quedando su distorsionada figura atrapada en el centro de este universo de oscura negatividad.
Sacudió la cabeza y consiguió escabullirse de su mundo de sombras. Volvió a coger las dos cartas. Aquí no valían anuncios que nos incentivaran un consumismo duplicado. Esta vez decidió que empezaría con la carta de Julia.
Se sentía como cuando llevas un par de semanas viajando: parece que fuera ayer mismo cuando empezaste la aventura, pero, a la vez, los primeros lugares y acontecimientos se sienten lejanos, muy lejanos, en el tiempo y difuminados en la memoria. Casi cuatro meses; una vida; ayer mismo.
El verdadero amor no implica ningún tipo de posesión. Es saber renunciar a lo que más quieres y desearle lo mejor, aunque desgraciadamente sea lejos de ti.
Mientras caminaba por las pegajosas calles de un abril canicular, una idea iba tomando forma en su mente. Se temía. Sabía que una vez que tomaba una decisión ya no había vuelta atrás.
Le daba la impresión de estar deambulando por el interior de un cuadro de Dalí; por un paisaje estéril en el que su realidad se estaba fundiendo por momentos; por una tierra árida y solitaria en la que ya nada era lo que parecía.
Siguió paseando sin dirección por los recovecos de la ciudad hasta que se hicieron las cuatro. A esa hora Julia ya había salido de casa para su jornada de tarde.
Entró en casa y sacó el mochilón del trastero. Lo había dejado allí tras su último viaje en plan mochilero, cuando se dio cuenta, muy a su pesar, de que su espalda ya no le perdonaba que fuera racaneando cuatro duros cuando ahora se podía permitir dormir en camas decentes y viajar sin tener que llevar veinte kilos a los hombros.
Cogió todo lo necesario que le cabía en la mochila y en un par de bolsas del Ikea. Se sentó en el sofá y se dispuso a escribir. La decisión estaba tomada, no había vuelta atrás. Abrió el bloc de notas y empezó a juguetear con el bolígrafo como había aprendido durante las tediosas e inútiles lecciones de la universidad; dándole vueltas, al bolígrafo y a la cabeza. No tenía sentido lo que estaba haciendo. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
“He decidido dejarte. No busques explicaciones, simplemente estoy con otra. Quizá algún día podamos vernos y hablar tranquilamente. Ahora, sinceramente, no me apetece. Cuídate.”
Nada era cierto, ¿y qué? ¿Qué importaban un par de mentiras más? Simplemente quería herirla, hacerle el mayor daño posible. Deseaba que lo odiara, que se olvidara de él, que pasara página en un libro ya casi acabado. No quería dar explicaciones sobre lo que él mismo no podía explicarse.
No es que la quisiera menos, sino todo lo contrario. Quería lo mejor para ella, aunque para ello tuviera que renunciar, precisamente, a lo que más quería. Estaba harto de actuar como lo había hecho en otras relaciones anteriores, como lo que él mismo denominaba un “masoquista sentimental”: cobarde que no tiene cojones para abandonar a su pareja y hace lo posible para que ésta lo deje a él. Cuando esto por fin ocurre, entra en un estado obsesivo de recuperación de lo perdido. O quizás se desentierra el auténtico amor. Sólo el tiempo tiene la solución… y cuando te sopla la respuesta al oído ya es demasiado tarde.
Salió de su propia casa como un simple ladrón huyendo de la escena del crimen. Todavía no sabía donde se dirigía con su botín auto-robado. No podía planificar con un plazo mayor a cinco minutos. Los grandes planes hay que llevarlos a cabo con pequeños pasos.
Bebamos para olvidar. ¡Lástima que las sobrias mañanas nunca se olvidan de lo que tienen que recordarnos!
Le echó un vistazo a las cervezas, según el más puro concepto metonímico de la palabra. Era curioso como, aun en un estado de catalepsia sensorial, su cuerpo había continuado proveyéndose inconscientemente de su única necesidad vital. Decidió ir en busca de más oro líquido.
Se levantó de un respingo y sintió como si le hubieran atravesado el espinazo con un alambre de espino. Males de viejo, viejos males. Se dejó caer repantigado sobre el sillón. Sus diez años jugando al fútbol sala en una pista cuya dureza rivalizaba con el diamante también se habían cobrado su precio. Parecía que la vida y el destino le habían enviado a todos los cobradores de vez para exigirle sus no pocas deudas pendientes. Pronto, demasiado pronto, incluso en la incomprensible relatividad del tiempo.
El síndrome de abstinencia acumulado durante los últimos cinco minutos se hizo más fuerte que el dolor. Se levantó renqueante y se volvió a enfrentar a la fría máquina de la iluminación y de la indecisión, sufriendo el efecto hipnotizador que la luz del frigorífico produce en la raza humana, y allí permaneció sujetando la puerta, pensando en nada, como todos hacemos.
Volvió a la silla de tortura, aprovisionado con tres dosis adicionales de anestésico espumoso. Sabía que era una cuestión de tiempo que acabara la noche completamente sedado en su embriaguez, así que ¿para qué posponer el momento? Mañana sería otro día, un día más, un día menos, que como todos comenzaría con una resaca digna de la primera borrachera de los quince años.
Todo lo que pasa en esta vida es para bien.
Estaba sufriendo sus últimos momentos de consciencia. Su visión nublada por el alcohol le ayudaba a observar la realidad con una nueva nitidez. Seguía siendo el mismo cobarde de siempre que nunca había sido capaz de tomar decisiones y cuando por fin se decidía ya era demasiado tarde. Ni siquiera era capaz de abrir un par de cartas.
Siempre había aplazado todo en su vida, todo menos los momentos para los vicios líquidos y gaseosos.
Su optimismo vital le había acompañado desde niño, llegando a creer que él mismo había acuñado la frase “todo lo que pasa en esta vida es para bien”. Se había convertido en un paciente crónico de tortícolis frontal, que le imposibilitaba la mirada hacia atrás. También había hecho de la frase de Boudakian una filosofía de vida: “No llores porque las cosas hayan terminado, sonríe porque han existido”.
En cuanto a la depresión, siempre había considerado que era algo ficticio; algo a lo que todo funcionario que se preciase debía recurrir cada cierto tiempo; la denominación eufemística para unos días extras de vacaciones que los sindicatos habían incluido subrepticiamente en los convenios.
Pero a todo cerdo le llega su San Martín. Y, por lo visto, es un santo bastante vengativo, no sólo con la raza porcina. Por mucho que le daba vueltas a la cabeza, aparte de las causadas por el alcohol, no podía encontrar ninguna “bondad” en esta situación. El último gramo de optimismo que le quedaba era que más bajo en esta depresión ya no se podía caer.
Allí seguían las dos cartas encima de la mesa, por supuesto sin abrir. ¿Qué importaba la respuesta del hospital? Ya estaba muerto en vida, enterrado bajo el peso de sus propios pensamientos. ¿Y Julia? Ya estaba desterrada de su mente, liberada de la condena que le había supuesto su ebria presencia.
Cogió los sobres y se quedó observándolos durante varios segundos eternos. Sacó un encendedor y se preparó para la ceremonia purificadora del fuego. Clic. Clic. Clic. “Puto mechero del mercadillo”. Clic. El amor del pasado y la esperanza del futuro comenzaron a reducirse a cenizas.
Ya sólo le quedaba el presente, sin pasado ni futuro, sin amor ni esperanza. Se levantó tambaleándose. No consiguió llegar hasta la nevera.
Por fin algo de lo que podría sacar una lectura positiva: dicen que dormir en el suelo es bueno para la espalda.
