Sus pies se iban entrelazando por sedosos grilletes liberados de los parterres de Neptuno. Sus cuerpos se retorcían insensibles a la corrosiva agua marina, al aire desoxigenado, a la tierra incrustada cual teselas formando un desgarrador mosaico sobre sus espaldas en carne viva. Completamente poseídos, en los límites de Poseidón, por el cuarto elemento en discordia, el fuego, que tan solo cinco minutos antes, ese siniestro pirómano que nos palpita en el pecho, se había encargado de propagar por todas las células de sus cuerpos.
La marea seguía subiendo implacable, impecable, imparable, imperturbable, tal como, monótonamente, lo viene haciendo durante milenios. Esa cadencia, carente de aparente armonía, que, lejos de aburrirnos, nos atrae de forma misteriosa, casi mística, convocándonos para su observación crepuscular, matutina o vespertina, en un acto de veneración de la inmensidad. Cuanta gente acude a este servicio ecuménico sin darse cuenta del pensamiento universal, ensimismados e inconscientes de su mismidad, compartiendo al unísono ese momento de magnetismo pseudo-religioso ante esa divinidad panteísta que denominamos mar.
Así estaba deviniendo aquella bochornosa tarde de junio. Bochornosa no sólo por el viento de Levante, que parecía provenir de las mismísimas calderas de Pedro Botero, sino también por lo embarazoso que había resultado el momento de la petición. Tras veinticinco minutos de fática y banal conversación, del momentáneo sinfín de dudas confinadas en su mente, de ese quiero y no puedo aunque sé que tarde o temprano lo tendré que decir, de la esperanza de que la situación no se posponga y el interlocutor lo proponga primero… finalmente se lanzó al vacío, tratando de huir de ese mismo espacio existencial, y se lo propuso. No fue un balbuceo dubitativo, tampoco un circunloquio saturado de ambages innecesarios, simplemente se lo espetó, tan rápido como le fue posible para que no apareciera el más mínimo resquicio de arrepentimiento. Las palabras salieron por su boca como el vapor de una válvula de escape de una olla a presión. Todos los demonios contenidos en su caja de Pandora por fin liberados, transportándolo a un mundo de merecido alivio emocional, de indiferencia e inconsciencia ante la respuesta por tanto tiempo deseada.
El mar, arrollador, los embestía con su oleaje bestial, atronador, cubriendo la ensenada de blanca esperma. La mar, arrulladora, los cobijaba con una susurrante sábana de inmaculado satén para acogerlos en su seno materno. Esa mar, proveniente del latín mare que, curiosamente, en catalán significa madre: Mare Nostrum, mare nostra… Esos mares que nos hemos empeñado en robarles su lado femenino y que ya pocas veces los desalinizamos y los dulcificamos con calificativos terminados en a. Ese yin y ese yang en los que en sus eternas guerras de secesión y sucesión, en su reiterado intento de invasión vecinal, en su continuo proceso de fusión y fisión nuclear… el yang, el factor masculino, desafortunadamente, ha preponderado sobre el lado femenino del mundo que nos rodea. Obstinadamente nos hemos empecinado en olvidarnos de él… de ella, de nuestra madre Tierra.
A las ocho en la Cala de las Algas. En ningún mapa aparecía este topónimo, pero, en la pequeña aldea de pescadores, todo el mundo reconocería el lugar. ¡Qué paradoja vital!, todo el mundo, cuando hablamos de una minúscula población que se había ganado el sobrenombre de Borbón City, por supuesto, no por la sangre azul que pudiera correr por las venas de los pescadores (el pescado azul es sano y saludable pero tampoco obra milagros de consanguinidad) sino por los siglos de continuas relaciones incestuosas a que se habían visto abocados los aldeanos. Relaciones en numerosas e innumerables ocasiones tan tormentosas y tempestuosas como las condiciones climatológicas con las que tenían que bregar en sus quehaceres diarios, semanales, mensuales… toda una vida de monótona agonía, de desconocimiento de otras realidades, de conocimiento de míticas irrealidades… Una vida carente de incentivos en la que la primera comunión se fusiona con la extremaunción, una muerte en vida, una vida mortecina, un vivir solo y sólo viviendo en sí, un réquiem de por vida por una muerte más que anunciada….
Allí se encontraban, cual peregrinos tras miles de millas de arduo caminar por ardientes parajes, exhaustos, llenos de una nueva energía vital, sedientos, colmados del elixir de su nueva eterna juventud…. Ansiosos por penetrar a través del portón, dando portazo al gris mundo exterior, de la fachada catedralicia de Occidente, símbolo del pecado, de la perdición, de la muerte, de todo lo oscuro que nos rodea. Dispuestos a recorrer de la mano la interminable nave central; cegados por las miríadas de rayos de luz, de todas las tonalidades cromáticas, psicodélicamente tamizados por las translucidas vidrieras góticas. Pero sin perder de vista el objetivo: el ábside oriental, icono de la virtud, de la salvación, de la vida, de la iluminación y de la claridad que deseamos que nos rodee.
El sol se preparaba para su merecido chapuzón diario. Avergonzado, escandalizado, ruborizado ante la cantidad de miserias que tiene que presenciar durante su circular derrota; vencido, rendido, postrado ante la postrera seducción del frescor de la noche. Sus ojos reflejaban este orto de poniente, creando una imagen de fotografía nocturna con flash, de felinos al acecho al amparo de la oscuridad. El fulgor de sus pupilas no se apagaba al mirar en cualquier otra dirección de la rosa de los vientos, al apartar su mirada de ese hipnótico rosetón carmesí. El incendio del horizonte se había propagado irremisiblemente por medio de decenas de arreboles encarnados, descarnando sus almas, sus sentimientos, sus pasiones… Estaban a punto de presenciar el ocaso de los dioses, al menos del dios Ra.
Nunca se había acostumbrado a no poder llevar pantalones. Las añejas tradiciones con sus anejas reglas sociales, los atávicos prejuicios desjuiciados, las obsoletas jerarquías en las que siempre accedían al poder las mentes mas dementes y reaccionarias, el asfixiante que dirán de los pueblos de provincias, las injustas presunciones (no de inocencia precisamente)… todo ello siempre le había supuesto una pesada losa de hormigón bajo la cual quedaban aplastadas sus ideas evolucionistas y revolucionarias, una trampa tejida con millones de insignificantes hilos que maniataban sus cuerdas locuras, sus libertades prisioneras, sus constantes inquietudes…
Desde muy joven le había fascinado aquel objeto que aparecía en la parte inferior izquierda. Mezclado con belicosas flechas, con rapaces de amenazante perfil, con pomposos latinajos con traducción española de revista poco seria, con barras todavía sin estrellar, con indómitos leones rampantes, con castillos inexpugnables… ¿¡Qué pintaba una herramienta tan rural en medio de tanto orgullo nacional!? Poco se podía imaginar entonces que, algunos años después, se convertiría en su penitencia, en su castigo divino, en su carga personal: el yugo conyugal.
Nada que decir, todo estaba dicho. Un estruendoso silencio se había adueñado del eterno momento. Por primera vez desde que se conocieron aquella soleada mañana de domingo, tras la misa de diez, sus bocas se habían quedado sin recursos, sin discursos. Durante el transcurso de la tarde habían dejado que la agónica naturaleza hablara, por medio de los aullidos del viento, de los lamentos del mar. Ambos sabían cuál tenía que ser el próximo movimiento, aunque sus articulaciones estaban anquilosadas; sus músculos no obedecían a un cuerpo de mando, a un manido cuerpo, excesivamente dubitativo; su memoria había difuminado el modus operandi tras tantos años de insidia y desidia amorosa.
Sólo hacía tres años que había llegado al pueblo. Ni mucho menos fue su elección, simplemente le había tocado trasladarse allí, como en tantos trabajos donde se demanda una movilidad geográfica total y se ofrece un salario inversamente proporcional. Su oficio le había permitido socializarse rápidamente con los lugareños, principalmente con el sector femenino. No es de extrañar, considerando que era uno de los pocos hombres que no se echaban a la mar y que permanecía en el pueblo los 365 días y 6 horas de cada año solar.
Sus últimos años habían transcurrido en un baño de lágrimas tan amargas que parecía que las glándulas lacrimales se hubieran comunicado con la vesícula biliar. Se había convertido en una plañidera de su propia sombra, en un alma en incontenible pena por su desalmado destino. Su único desahogo había sido acudir a la parroquia para rezar, según el día, a Santa María Magdalena, patrona de las mujeres perdidas, o a alguna eminencia beatificada que le pudiera librar de sus propios cardenales. Todas sus calamidades se filtraban a través de la impersonal celosía de caoba, confiando en el celo profesional del sacerdote, encontrando la discreta compasión que le ofrecía el secreto del antecedente sedente del psicoanálisis.
Nubes grises de tormenta se iban acumulando sobre la cordillera costera, justo donde el sol se desperezaba cada mañana. Parecía que toda la oscuridad del universo se estuviera acumulando en ese punto, creando el enésimo agujero negro del espacio infinito. Los primeros relámpagos se comenzaban a divisar en la lejanía, serpenteando tímidamente entre la masa gris como corrientes eléctricas neuronales de un cerebro colosal. Tor todavía se estaba aclarando la garganta y sólo se escuchaba el ligero retumbo de sus gárgaras. Ambos tenían sus manos apoyadas detrás de sus espaldas, adoptando sendas posiciones de tumbonas humanas paralelamente colocadas en una playa, de divanes freudianos esperando al paciente de turno. Sus manos opuestas sólo separadas por una milésima de milímetro, cual pintura de Miguel Ángel esperando la chispa adecuada. Ni siquiera les dio tiempo de ver el cegador resplandor, esta vez el Dios del Trueno gritó con toda su fuerza, desgañitándose, reverberando su profunda voz por toda la esfera celeste. La meditación trascendental, casi levitación, se vio interrumpida por el atronador sobresalto. Sus dedos entraron en contacto. Se produjo la ignición. Sus miradas encendidas se cruzaron. La fragua estaba lista para elevarlos a un estado superior al nirvana en el que se encontraban un segundo antes. Sus cuerpos incandescentes se fundieron en un solo ser.
Su relación de confidencia, de confianza, de respeto mutuo se venía prolongando durante más de dos años. No había sido demasiado difícil mantener el secretismo. Ninguna sospecha se había levantado sobre el surgimiento de esta amistad tan especial. Sus encuentros siempre se habían producido en la más estricta privacidad, en la más recóndita oscuridad, pero nunca habían osado tocarse, nunca se habían atrevido a expresar sus sinceros sentimientos mutuos.
Bajo las primeras gotas de agua celestiales, ya alcanzados por las primeras avanzadillas de la lunática pleamar, se liberaron todos sus prejuicios, todos los dogmas inculcados, todos los miedos tribales que les habían privado de la felicidad terrenal durante tantísimo tiempo. Con toda la ropa todavía puesta. Ambos sin pantalones. Tendidos en una de las pocas playas todavía vírgenes, él dispuesto a desprenderse de su longeva virtud, ella ansiosa por “sentir” ese momento especial por primera vez.
Mientras tanto, la resaca arrastraba un crucifijo hacia las procelosas aguas del océano, hacia las profundidades abisales del mar, de la mar…
